domingo, 27 de febrero de 2011

QUÉ ES UN BioPLE

Un PLE (Personal Learning Environment) o entorno personal de aprendizaje es un conjunto de elementos y mecanismos que se ponen en funcionamiento para alcanzar unos objetivos señalados.

Un PLE puede estar plenamente definido o en continua y fructífera construcción. Sin embargo, también contiene elementos ocultos, a modo de energía oscura, que lo fundamentan.


En ese sentido, un PLE es más un campo de fuerzas que un tablero plenamente defininido. Y en cuanto a la consecución de objetivos, el PLE debe contemplar más la línea torcida, que propicia el salto y soslaya (Bertolt Brecht, Geoff Eley), que la implicación directa y causal.

Un PLE se puede constituir ex profeso, puede hacerse patente, pero en realidad nace y lo llevamos con nosostros desde el momento –si no antes- en que venimos al mundo. Las implicaciones que un PLE en proceso tiene respecto a nuestra última decisión sobre nuestro PLE fijado pueden quedar ocultas si no se realizan los convenientes ejercicios genealógicos. De ahí la necesidad de pararse a pensar sobre nuestro modo de aprender pasado, de explicitar, de desvelar los inicios de nuestro PLE.


Un BioPLE sería entonces la vida de nuestro PLE, pero también la oportuna reflexión sobre nuestra vida en tanto que aprendientes. Se trata de indagar sobre cómo hemos venido aprendiendo en nuestra vida, a la vez que se incluye nuestra relación con la tecnología y el papel que esta ha jugado en nuestro aprendizaje. Cada PLE tiene como base un BioPLE y debería ser expresado explícitamente como uno más de los elementos, procesos o herramientas que lo configuran.


Además de todo esto, el PLE está ineludiblemente relacionado con el Entorno Personal de Producción (EPP). El EPP incluye aquellos intereses que se desarrollan dentro y fuera de una profesión y con los que también aprendemos. Un EPP también incluiría los hobbys. Aprender es asumir, interiorizar, adecuar los conocimientos adquiridos a las situaciones cambiantes. Pero, sobre todo, es mostrar, compartir, someter al juicio de los demás la producción, expuesta a un ejercicio de apertura y visibilidad. El mismo proceso de producción propicia el aprendizaje; de igual manera que lo aprendido debería incidir sobre el proceso de producción. En consecuencia, un EPP debe incluir también un bioEPP.











viernes, 25 de febrero de 2011

TODO LO QUE APRENDÍ. LIBROS Y FICHAS (II)


Así que, con nueve años, daba comienzo mi bachillerato en un nuevo colegio. Ahora también conocería un mayor número de profesores cada curso, especialistas en su materia, que trabajaban en torno al libro de texto o a los apuntes inmisericordemente dictados. Llegaron los deberes y los castigos (agresiones más bien: bofetones de buena mañana por no haber conseguido resolver un puñetero problema); desaparecieron los acosos, al menos en el centro; y aprendí a reaccionar mal ante el profesorado que esperaba que todo cayera por su propio peso, especialmente ante los de matemáticas, para los que la evidencia (está ahí, ¿no lo ves?) era la máxima con la que andaban por su vida.

Recuerdo con especial cariño aquellos libros de texto de ciencias naturales, excelentemente estructurados, aunque es muy probable que fuera el método y la cercanía del profesor los que los convirtieran en más atractivos. Los de lengua eran otro cantar: pasar, de golpe y porrazo, al análisis morfológico y sintáctico era también ejercer otro modo de violencia. De aquella Formación del espíritu nacional, desarrollada a golpe de dictado, tan solo recuerdo las interrupciones de un compañero para que el profesor diera más detalle sobre conceptos tales como dictadura (entonces, ¿en España qué hay?), sindicatos o que nos comentara lo que había pasado en Francia en 1968 (lo juro), interpelaciones que rápidamente eran interrumpidas por el profesor con el socorrido seguimos con el dictado. Para las clases de gimnasia ya se nos obligaba a utilizar pantalón corto y camiseta, pero de las tablas no nos libraba nadie. La educación artística seguía basándose en trabajos manuales (ay, el puto celo) y en enormes láminas con dibujos de ciervos, conejos y sillas para copiar, si querías como si no y allá te las vieras, sin que jamás -al menos en mi caso- el profesor me indicara cómo debía acometer el trabajo.

No recuerdo gran cosa de mi aprendizaje en los dos primeros años del bachillerato que pasé en aquel colegio, salvo la cantidad de cosas que he ido olvidando. Preguntar y dialogar, muy poco; trabajar en equipo debía estar mal visto; desde ahora, lo que realmente interesaba era sacar la mejor nota posible en los exámenes: llenar y vaciar, memorizar y olvidar. Ese era el camino que me esperaba en los próximos diez años. Seguía leyendo tebeos y las revistas o periódicos que podían llegar a casa. Seguíamos citándonos con los del barrio vecino para solventar nuestras diferencias -ya lo he dicho: hasta la primera sangre o hasta que le diéramos a una señora que pasara por allí-; pero, sobre todo, había mucha calle, mucho correr, y mucho imaginar para combatir el aburrimiento. En aquel primer año me hice inseparable de la guitarra que desde niño había visto trastear a mi padre. Aprendí antes a afinarla que a colocar acordes, pero, cuando muchos años después, acudía a un conservatorio, no la elegí.
Los dos años siguientes los pasé en una de las que entonces se llamaban universidades laborales. Me he preguntado siempre cuál fue el alcance de aquellos dos años en mi formación. Lo cierto es que llegué un poco descolocado. Era la primera vez que me despegaba de mis padres. Volvieron las experiencias de malos tratos. Y las clases... las clases me trastocaron los esquemas: con mesas que se agrupaban para que los alumnos pudiéramos ayudarnos; con libertad para levantarse sin pedir permiso al profesor; con libros de texto de varias editoriales que se hallaban a disposición de todos y de nadie en particular; fichas verdes, amarillas y blancas que te dirigían el trabajo. La actividad individual en el aprendizaje era vertiginosa -había que estar muy espabilado- y a veces caótica. Aunque con cierto grado de angustia, en aquellos momentos empecé a llevar las riendas de la organización de mi aprendizaje.

Curiosamente, empecé a tomarle cariño a las ciencias: a la química -en mi vida he vuelto a encontrarme unos laboratorios como aquéllos-, a la física -donde descubrí que con mis explicaciones mis compañeros aprobaban, y tal vez ahí se me pasó por primera vez dedicarme a la enseñanza-, a las matemáticas, donde hacíamos muchos ejercicios, pero bien dispuestos en su grado de dificultad. Me encontré con la literatura y la vida de los escritores, por medio de unos profesores que desnudaban su emoción, aunque algunos seguían sin acertar con las lecturas obligatorias: Ayax y Trafalgar se me atragantaron de tal manera que solo pude superarlo con las aventuras del Capitán América y compañía.

Di los primeros pasos de latín, aunque me enteré de bien poco. La educación física era otra de las joyas de aquel centro: instalaciones y buenos profesionales te iniciaban en deportes de equipo e individuales que jamás habrías pensado en practicar; eso sí, las competiciones seguían reservadas para la élite de los más habilidosos, aunque yo sabia en mi fuero interno que llegaría mi oporunidad.

Solíamos hacer excursiones. Muchas de ellas, a Valencia, a ver algún museo. Después de comer, nos solían dejar solos en Viveros y, no sé cómo, terminábamos en el barrio chino -como lo leen; ríanse ustedes de los peligros de la navegación por Internet-.
Conocí gente de todo el país, con sus formas distintas de hablar, con sus maneras de ser, con sus músicas y sus cantes -y yo ahí, viendo cómo tocaban la guitarra- ...

Sin embargo, el internado supuso el golpe de gracia para mis relaciones en el barrio y ya nada volvió a ser lo mismo. Luego llegó el momento de elegir entre la opción de letras o la de ciencias, decisión que hube de tomar solo, con trece años. Si hubo orientación expresa, no la recuerdo. Daba comienzo el bachillerato superior y volverían a cambiar los modelos de aprendizaje.


miércoles, 23 de febrero de 2011

TODO LO QUE APRENDÍ. PRIMERAS LETRAS (I)

A menudo se oyen afirmaciones que, a modo de sentencias, aspiran a convertirse en máximas pedagógicas o antipedagógicas, llegando algunas a ser el punto de partida de un exitoso libro. Estas son del tipo: todo lo que aprendí lo aprendí en el parvulario o todo lo que aprendí lo aprendí fuera de la escuela.

Intentaré cambiar de estilo y contar sucintamente lo que aprendí y lo que dejé de aprender, lo que me enseñó la vida fuera de la escuela y lo que ésta hizo por mí. Utilizaré para ello el apunte biográfico, que dividiré en varios post.

Aprendí a leer muy pronto. Supongo que me enseñaría mi madre, como el que no quiere la cosa. A los cuatro años fui a parar a una escuela no oficial, que había puesto en su casa un señor con vocación de desasnar temprano. El caso es que la primera vez que vi una cartilla de lectura ya juntaba la i con la gle y con la si y con la a (el diptongo me venía grande). A escribir aprendí también rápidamente. En aquellas tardes calurosas y valencianas hacía, sobre todo, ristras de efes, que era en lo que más flojo iba. Digo que aprendí rápidamente porque aún guardo en mi recuerdo la primera azotaina que me dio aquel primer maestro/instructor que tuve: la culpa fue de las puñeteras efes que yo hacía sinistrógiras –esto y su significado lo supe después, claro-, y habían de hacerse comme il faut, que era aquí como Dios manda. El resultado de todo ello fue que en cuanto tuve ocasión de que nadie me enmendara la plana, las jodidas efes volvieron a girar a la izquierda y jamás estuve tentado de darles otra dirección.


Los primeros libros que tuve entre mis manos fueron una biografía de Oliver Cromwell, edición de 1929, que al parecer debió marcar mi republicanismo futuro, y los Santos Evangelios, que, al contrario, consiguieron alejarme de la exégesis religiosa. Pero, en realidad, lo que más leí en aquellos primeros años fueron tebeos que cada domingo mi madre nos compraba en el kiosco para que, además, nos estuviéramos quietos en la habitación mientras ella hacía la casa. La mecánica de las llamadas cuatro reglas también la adquirí muy pronto: además de ristras de efes, nos hinchábamos a cuentas, de tal modo que al ingresar en la escuela oficial, resultó que dominaba las divisiones por dos cifras. De música, más bien poco. En cierta ocasión la maestra nos señaló que tenía que ponernos una nota. Uno a uno fuimos desfilando hasta la tarima. Ante ella debíamos demostrar nuestras capacidades cantando o tarareando, pero haciendo algo. Yo, que siempre he tenido buen oído para entonar, pero escasa gracia para elegir, canté el himno español. Aprobé con buena nota. Ese, junto con el Con flores a María, es el único recuerdo musical de mis primeros años de escolar. La religión me asustó desde el primer día. Yo creo que aquellos libros eran máquinas de descreer. La historia de Abraham y el cordero la consideré tremebunda y áspera para mentes infantiles. Pero, ¡hombre de dios!, ¿cómo se te ocurre contarles esa historia a los niños: (Dios) Coge a tu hijo y sacrifícalo en mi nombre. ¿Pero qué culpa tenía el pobre Isaac? Qué ceguera la de aquel padre ¿Y Dios? Como para fiarse.

De la gimnasia mejor no hablar. Mi primera incursión en el fútbol fue desafortunada pues provoqué un penalti nada más entrar en juego. Los compañeros, lejos de quitarle importancia al asunto, eso le puedo pasar a cualquiera, casi me linchan. Meses después, cuando probé el balonmano a veinte, cedí la pelota al portero que estaba en su área. Tardé años en volver a participar en un deporte de equipo. Lo peor de todo, sin embargo, eran las malditas manualidades, el dibujo, el uso del color… Todavía hoy no he podido superarlo y aun hoy sería capaz de enredarme con el celo, cortarme con una tijera o sostener con vehemencia que el lila, el morado y el violeta son la misma cosa.

De las habilidades sociales y de mi trato con los demás hablaré en dos sentidos. Recuerdo aquellos primeros maestros y su cariño, tanto como la admiración que yo sentía por ellos. Pero todo empezó a torcerse desde el mismo momento en que algunos de aquellos profesores decidieron que yo debía de promocionar a cursos superiores independientemente de la edad. Y fue entonces cuando la cagamos, creo que para siempre, en todos los aspectos. A ciertos sujetos no debió parecerles bien codearse con un llorica y un tímido que no sólo les disputaba los puestos de preferencia en el ranking de los listos, sino que además iba provocando penaltis por el mundo. Así que el acoso, que entonces no tenía tal nombre, comenzó rápidamente en el colegio y en el barrio, a la par que, sin saber cómo, me fui quedando sin amigos. Por otra parte, para lo relativo a ciertos procesos cognitivos y de evolución psicológica, Piaget era picador. Empezaba a tener problemas con algunos problemas matemáticos problemáticamente planteados. Más adelante, la cosa se agudizaría.

Así pues, pasé el examen de ingreso a lo que se llamaba bachiller elemental sabiendo cosas, a lo mejor más que la media, pero incompetente para muchas más: para la plástica, para relacionarme, para hablar, para preguntar, para la metáfora… Todo ello sin contar con los imponderables físicos, psíquicos, familiares o del entorno, en que se desenvolvía mi educación. Un entorno donde la calle y los juegos, a pesar de todo, era lo habitual. Allí hasta se tenía algún trato con las chicas, de las que no sabíamos a ciencia cierta si iban a la escuela como nosotros; cosas de la educación diferenciada que tendría sus implicaciones en tiempos de universidad. Ah, la vida en la calle hasta que anochecía, corriendo, jugando, midiendo fuerzas a pedradas un tanto salvajemente...

En aquellos años de primeras letras siguió aumentando mi amor por saber, por aprender. En realidad, esas ganas venían de mucho antes aunque no supiera precisar desde cuándo. Disfrutaba con el olor de los libros nuevos, me gustaba estrenar una nueva libreta o un lápiz. Disfrutaba escudriñando cada libro, cada revista que caía en mis manos. Tenía también tiempo para no hacer nada, para pensar acaso mirando el techo.

El cambio de colegio supuso otra forma de enfrentarme a mi aprendizaje. Llegaban los exámenes y los suspensos, los profesores excelentes y los que más valía que se hubieran dedicado a hacer de gestores (ah, no, que ya se dedicaban). Pero eso es asunto de otro post.



jueves, 10 de febrero de 2011

LICENCIAS. QUE NOS DEJEN TRABAJAR

No voy a hacer ningún juicio de valor. Cuidado con lo que cantas, cuidado con lo que ves, cuidado con lees, cuidado con moverte, cuidado con pensar... ¿Quiénes serán los próximos? Pobre escuela.

Esta es la carta que está llegando a los colegios sobre la licencia Umbrella MPLC: