lunes, 9 de mayo de 2011

PROFESIONALIDAD, ACTITUD, CAMBIO Y UTOPÍA

En cierta ocasión tuve la oportunidad de escuchar la conversación de dos paisanos que tomaban un café en la taberna de un pequeño pueblo. Hablaban del clima y de la tierra. Uno sostenía que el terreno en el que vivían era fructífero pero que carecía de clima. El otro asentía y apostillaba: En Valencia y no aquí, en Valencia sí hay clima. Aquella conversación me recordó lo de ¿eres del mismo África o de alguna parte de África? Mucho me temo que los conceptos contenidos en el título de este post se prestan también a consideraciones climáticas o africanas.

La profesionalidad es la forma capaz y aplicada de ejercer un trabajo o una actividad. Si un tornero mecaniza una pieza conforme a calidades y tiempos estandarizados, diremos que es un trabajador capaz y aplicado. Pero la profesionalidad también es un concepto al que cabe atribuirle un componente histórico, dinámico, pues los estándares requeridos cambian tanto como la percepción que se tiene del profesional (bueno, mediocre, malo...). Paradójicamente, la formación quedaría fuera de esa capacidad y aplicación, pues nada asegura que la que se recibe sea la adecuada a la actividad en que tenemos que mostrar nuestra profesionalidad. En educación es difícil hablar de tornos y fresas. A menudo se acude a la profesionalidad como componente ineludible para mejorar la educación. Otros van más allá e identifican profesionalidad con cumplir la ley. Por ello, nos podemos encontrar con educadores que, cumpliendo a rajatabla con el currículo decretado y siendo escrupulosos con sus horarios, deberían de considerarse buenos profesionales. Es más, lo serían a lo largo de toda su carrera (de 30, 35 o 40 años), habiendo pasado por diversos modelos de enseñanza, adaptando su quehacer a los nuevos tiempos y habiendo contribuido a educar personas. La profesionalidad debería desterrarse como concepto del cuadro de factores que mejoran la educación. Llevado al extremo, la profesionalidad solo vale como referencia para obtener un salario. Cada época requiere un tipo de profesional adaptado a las demandas de la sociedad (y a los intereses de la Universidad, diría también). Aquellos jóvenes maestros que se hacían cargo de un aula apenas acabados sus estudios elementales, o los primeros diplomados universitarios y los futuros graduados, han ido e irán desparramando su profesionalidad por toda la geografía escolar. ¿Cuál puede ser entonces la virtud de ese concepto? La profesionalidad tan solo es la base a partir de la cual se puede y se debe mejorar. Mas como no está claro qué sea mejorar, dónde pueda estar el listón de la mejora, no queda otra que investigar y actuar. En ocasiones seguiremos modelos y teorías mostradas por nuestros iguales, otras veces decubriremos por nosotros mismos lo que debemos hacer... Aquí juega un importante papel la reflexión sobre la práctica docente, mejor cuanto más crítica, capaz de ver en perspectiva las propuestas que se nos hacen. Hay profesiones que se prestan más que otras a ese modo de mejora, pero a todos los profesionales se les debería pedir que intentaran alcanzar la excelencia, esto es, la manera de mostrar que somos buenos en nuestro trabajo, que somos capaces y que se nos estima por ello, sobresaliendo no respecto a los demás sino sobre nosotros mismos, haciéndonos grandes.

Lo de la actitud es un estar dispuesto a/para. A partir de ahí todo sería posible. Por ello, si no desgranamos los elementos que componen la actitud que nos proponemos, no conseguiremos aclarar la situación. ¿Cuál debería ser la actitud de un verdugo? ¿Acaso una disposición de ánimo que muestre su alegría por ser el brazo ejecutor de la ley? ¿Tal vez tenga que mostrar algo de tristeza y resignación? ¿O quizás debería revelarse ante los asistentes a la ejecución con todas sus emociones impidiendo la correcta –eficaz y rápida– aplicación del garrote vil? Algo me indica que profesionalidad y actitud van muy parejas, pero que tampoco es suficiente la mera manifestación de intenciones. Conviene no olvidar, por otra parte, que la actitud también puede ser una pose, un modo adaptativo a las circunstancias. Por tanto, la actitud exigiría coherencia, un hacerse visible con honestidad. Algo tanto más difícil cuanto, además, depende de la percepción que los otros tienen de ti. El docente debe ser el crítico más radical con su propia actitud, evitando caer en el autoengaño y en la inconsistencia cuando desarrolla con profesionalidad su trabajo. En definitiva, se trata de ser responsable.



Así pues, la profesionalidad sin la búsqueda de la excelencia y la actitud sin coherencia no serían creíbles; pero ambas no valen de nada sin la compasión. Compasión y cuidado porque es preciso medir siempre los pasos que damos ante personas de carne y hueso. Esa sería la diferencia con nuestro verdugo o con el nazi profesional y de actitud encomiable (para los suyos, evidentemente).

Por otra parte, la confianza en el trabajador es el otro extremo de la balanza. Porque sin confianza de la sociedad en quien educa, en la potencialidad de la educación para mejorar el mundo que nos toca, nadie puede cambiar nada. Cambiar la escuela, deseo recurrente. El cambio, además de declaración de intenciones, exige no solo concreción sino también aspiración global. Pide labores de fontanería, pero también proyectos y directrices claras. Todos aspiran a ciertos cambios y, unos con más cautela que otros, los van proclamando. El cambio tendría padrinos, pero en realidad es hijo del conflicto, inmediato, hiriente, necesario. Los grandes relatos lo alimentan a veces (aunque muchos se empeñen en acabar con los grandes relatos) y siempre debería tener sólidas bases ideológicas. En educación nos hemos acostumbrado al cambio nominal, rápido, profesional y de pose. La fragmentación es un signo de los tiempos que incide también en la escuela.

La utopía no puede verse encerrada entre cuatro paredes ni entre el estrecho valle rodeado de montañas. Es hija del desarraigo. La utopía no es el no lugar; al contrario, es el lugar al que se dirigen los huérfanos de tierra, los incómodos, los que no aceptan el marco estrecho en que se desenvuelven. ¿Necesitamos utopías en educación? Sin duda. Como punto de partida para encontrar un camino. ¿Necesitamos estar vigilantes con las utopías? Por supuesto, pues el sueño no permite ponerse en marcha. ¡Y en cuántas ocasiones el profesor soñador no se apercibió de que sus alumnos ya despertaron!.